*En el Día de Reyes, estas son tres historias recopiladas por FR Informante de distintos niños que viven la pandemia del Covid-19 en las calles y quizás, hoy debieron salir sin el consuelo de tener un juguete en sus manos
Crónica 1: La chamba de Carlitos y sus tíos; la pandemia que se sobrevive con unos pesos
Texto y fotos Filiberto Ramos / Agencia Cuestión de POLÉMICA
Carlitos estira la mano las pocas veces que el conductor baja su vidrio lateral y lo llama para darle un peso. Mientras Manuel, su tío, repinta con una brocha las franjas blancas y amarillas del tope.
Sus dedos pulgar y meñique con el brazo sobre su cabeza, dan la seña al conductor antes de llegar al tope.
Si el vidrio baja, es porque Carlitos y sus tíos tuvieron suerte.
La pandemia se sobrevive con unos pesos, porque el que arrienda no espera, y los sueldos son más flacos que la panza de Carlitos y sus tíos Manuel y Marisol.
Hace unos meses la familia tuvo que ingeniar salir a pintar topes en las avenidas de Toluca y tapar baches en la zona industrial. Es casi nada por muchas horas bajo el sol. Pero en los rostros de Manuel, Marisol y el propio Carlitos se transpira entusiasmo cuando suena la moneda en la jícara.
«Chambeaba de albañil, pero no hay dónde ahorita», dice Manuel, debajo de una gorra y un cubrebocas que le tapa lo seco de los labios.
En la avenida José López Portillo, ni el sol es gratis, abraza y cobra cada sudor que escurre de la frente.
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Crónica 2: EL NIÑO
Texto: Filiberto Ramos/Foto: Luis Rodríguez
El niño. El niño que sueña con los ojos semidormidos. Imagina un mundo de juguete y los autos parados en el semáforo, para él son cochecitos que bien podría empujar o jalar con un listón.
Imaginarse fuera de lo tieso de la jardinera que se cuece con el sol del jueves, no es arbitrario, pero algo imposible por el momento.
El niño es el que por la pandemia de un virus ahora debe estudiar sobre esa banqueta que se cuece con el sol. Carga su mochila roja, que tiene ese logo de un gobierno que lo quiere «despensar» todo.
Juega sin mover las manos ni lo pies, solo con su imaginación en la que construye carreteras de arena y tierra y les cuelga listones a esos coches que siguen parados en el semáforo.
Le platica a su panza para engañar un poco al hambre. Eso tampoco es arbitrario.
Cuando el semáforo llega a la luz verde, el que retrata al niño, se lleva un poco de él y promete volver para preguntarle a qué jugaba cuando echaba la mirada a las filas de autos.
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Crónica 3: La guitarra de Abraham
Filiberto Ramos/Foto Filiberto Ramos
El día no ha sido bueno para Abraham, pero él no deja de rasgar la guitarra recargado al alambrado del puente. Sabe que es el Día del Niño, pero debe seguir tocando para sacar la cuota que paga su padre en el puente.
Agustín y Abraham suelen tocar juntos, de un puente a otro, donde las monedas caen en poco y en centavos de 50.
—Un ratito más, a ver qué sale —le dice Agustín a su hijo Abraham.
El pequeño sinfónico se levantó a las siete de la mañana, alcanzó a tomar café con bolillo y ya rozando el mediodía, el hambre le atociga la panza.
Es impensable que los niños salgan en estos días a la calle, porque son blanco fácil del virus Covid-19. Pero Abraham no es de esa lista de pequeños que pueden elegir quedarse en casa.
Esta mañana se puso sus botines negros, un pants color gris, trae también una sudadera roja con gorra y una cachucha que tiene estampados de los 49ers de San Francisco.
El cubrebocas que le tapa la mitad del rostro, solo va de adorno. Sí, porque el virus puede ir en las monedas que le caen a la jícara que pusieron en el suelo, en las propias cuerdas de la guitarra y la gente que pasa y les echa el estornudo.
Ambos, el padre y el hijo, permanecen recargados a la malla del puente. Intentan acomplarse en el círculo de sol, pero Abraham aún requiere de entrenamiento y ensayo.
—Es que casi no viene conmigo, solo cuando no va a la escuela —me precisa Agustín. Teme que el sentido de la crónica vaya por el tema de la explotación laboral de menores.
Los puentes de la vialidad Alfredo del Mazo son el lugar de trabajo de dulceros que venden mazapanes, paletas y chicles, también de personas con enfermedades terminales que se echan al suelo de concreto y metal con recetas y muletas de lado. Es también el sitio de entonar canciones para Agustín y su hijo Abraham. Para él son 20 pesos de cuota al día para dejarlos tocar.
Dice que hay un grupo de ambulantes que les cobran a todos y pasan al final de la jornada.
—Antes me subía a los camiones —relata el músico. —Me fregaron y me quitaron todo, hay un grupito que no deja —revela.
En la jícara que está sobre el paso del puente, se miran no más de 35 pesos, de los que Agustín debe entregar 20 y quedarse con 15, que son insuficientes para adquirir la despensa del día. Por eso no desisten en seguir ruleteando unas horas más hasta aprovechar la última luz de la tarde.
Es ganancia el vivir a poca distancia de los puentes de la vía, porque pueden caminar y ahorrarse los 30 pesos que cobra el autobús.
—¿Dónde viven? —somos de aquí, de Tres Caminos, contesta Agustín. El barrio queda a unos dos kilómetros del puente donde se detuvieron a entonar canciones.
Abraham toca en silencio, la mirada la lleva extraviada fuera del puente y de las rejillas de la malla, sus ojos redondos pareciera que anhelan llegar a casa, tomar agua y ver si hay un juguete para él.
Mientras ese sueño se esfuma con el viento que sopla a esa altura del puente, sigue recargado sobre el alambrado intentando alcanzar el acorde de su padre.